Comentario
La que iba a ser la más profunda alteración conceptual de esa visión fue hecha pública de forma casi inadvertida, cuando Max Planck (1858-1947) expuso ante la Sociedad Alemana de Física su ensayo Sobre la distribución de la energía en un espectro normal, que leyó el 14 de diciembre de 1900, como si hubiese querido hacer coincidir el cambio de siglo con el comienzo de una nueva era. En su formulación esquemática, la tesis de Planck - que arrancaba de estudios anteriores sobre las leyes de la radiación de los cuerpos debidos a Kirchoff, Wien y Rayleigh, principalmente- probaba que la energía irradiada por los cuerpos no procedía a través de una corriente continua, sino que se emitía y absorbía en unidades o paquetes (quanta) y que era, por tanto, intermitente y discontinua. Al margen de la importancia práctica que el descubrimiento tendría -pues permitiría clarificar cuestiones como la frecuencia de las emisiones de rayos, el calor específico de los sólidos, los efectos fotoquímicos de las radiaciones y similares-, la tesis de la discontinuidad en las radiaciones energéticas de Planck destruía el principio mismo de continuidad en toda relación causa-efecto, y ponía en entredicho, por tanto, la idea de causalidad y aun de certidumbre en la descripción de los hechos físicos.
Con ser ello importante -y la teoría cuántica era la revolución más decisiva que se producía en la Física desde el siglo XVII-, al público (al público culto y al gran público) impresionaron más otras revelaciones de la nueva Física: en el campo de la Física teórica, los trabajos de Einstein; en el campo de la ciencia experimental, los estudios sobre la estructura del átomo.
Albert Einstein (1879-1955), judío de origen modesto, nacido en la ciudad alemana de Ulm, educado en Munich y Zurich, empleado desde 1901 en la agencia de patentes del gobierno suizo en Berna (luego, una vez conocidas sus teorías sería profesor en las universidades de Zurich, Praga y Berlín hasta que tuvo que abandonar Alemania en 1933), Einstein publicó en 1905 en la revista alemana Annalen der Physik tres artículos verdaderamente memorables. El primero, aplicando la teoría de Planck a la luz demostraba que la energía de ésta se concentraba en pequeñas cargas de radiación compuestas de cuantos; el segundo aclaraba aspectos previamente no resueltos sobre el movimiento de las moléculas; y el tercero, titulado La electrodinámica de los cuerpos en movimiento, era un estudio sobre la conducta de la luz y sus propiedades en el que desarrollaba la que sería la teoría especial de la relatividad. Con ser los otros dos importantísimos, fue el tercer artículo -que enlazaba con trabajos de Henri Poincaré y H. A. Lorentz- el que revolucionó el mundo de la física, como supo advertir de inmediato Max Planck. En síntesis, Einstein demostró que el tiempo y el espacio no eran valores absolutos sino que variaban en relación a la velocidad del observador, y que la misma masa de un cuerpo se modificaba con la velocidad. Demostró igualmente que la masa y la energía de un cuerpo estaban íntimamente relacionadas -a un aumento en la energía de un cuerpo correspondía un aumento equivalente en su masa- y que la masa se convertía en energía. En 1916, Einstein aplicó sus tesis al fenómeno de la gravitación, a la Astronomía, para proponer una teoría general de la relatividad, convencido de que toda la mecánica de Newton debía ser revisada. Y en efecto, frente a las tesis newtonianas sobre el carácter lineal de las fuerzas de la gravedad y de la inercia, Einstein probó que la geometría del espacio era curva y demostró las numerosas consecuencias que se derivaban de la influencia que los campos electromagnéticos que rodea a las estrellas ejercen sobre los cuerpos.
Cuando en 1919 un grupo de científicos británicos probó una de sus predicciones -que los rayos de luz se desvían en una medida determinada cuando pasan cerca del sol-, Einstein alcanzó un prestigio científico y popular incomparable y sin precedentes. Sin duda, había creado la teoría científica más original que hombre alguno había elaborado hasta entonces: había cambiado la comprensión del tiempo, del espacio y del movimiento, y revisado toda la concepción mecanicista de la física. Pero probablemente el gran público sólo se quedó con una palabra, relatividad, y además, entendida no en su sentido científico sino en su significado más inmediato, como sinónimo de falta de verdades absolutas y universales, relativismo al que Einstein, un hombre de aspecto desaliñado, bondadoso y gentil, ingenioso, carente de toda vanidad, apasionado por la música, internacionalista y pacifista convencido, y que creía en un vago teísmo en el que Dios aparecía como el orden matemático del Universo, fue siempre ajeno.
Partiendo de los trabajos que sobre la naturaleza electromagnética de la luz y sobre la velocidad de las ondas electromagnéticas habían hecho en su día James Clerk-Maxwell y Heinrich Hertz, en 1895 Wilhelm Röntgen descubrió, como se ha indicado, los rayos X. Al año siguiente, Henri Becquerel (1852-1909) observó que el uranio emitía radiaciones similares, y, al hilo de su descubrimiento, Marie y Pierre Curie llegaron a aislar dos nuevos elementos, el polonio (1898) y el radio (1902), y a perfeccionar así el conocimiento sobre la radiactividad de determinados cuerpos (lo que tendría formidables aplicaciones en campos como la radioterapia, las comunicaciones y la conservación y uso de la energía). Por caminos distintos -Marie Curie era química- pero partiendo también del descubrimiento de Röntgen, el físico británico J. J. Thomson, de la Universidad de Cambridge, descubrió en 1897 el electrón, la primera partícula subatómica, descubrimiento extraordinario que haría ver que los electrones -partículas cargadas negativamente de electricidad- eran componentes del átomo de cualquier materia, y que las propiedades de esta última dependían de y se explicaban por la masa y carga de sus electrones. Poco después, en 1902, Ernest Rutherford (1871-1937), un neozelandés formado en Cambridge con Thomson y F. Roddy, demostró que la causa de la radiactividad era atómica -y no química, como creían Becquerel o los Curie-, y se debía precisamente a cambios (desintegración) en la estructura del átomo de los elementos radiactivos. En 1911, Rutherford pudo ya proponer un primer esquema de estructura del átomo, que describió como un modelo solar: un núcleo cargado positivamente, rodeado de electrones que giraban alrededor de aquél en órbitas circulares, como planetas alrededor del sol. Dos años después, su discípulo, el físico danés Niels Bohr (1885-1962), aplicando la teoría cuántica al átomo de Rutherford, perfeccionó el modelo, precisando que cada electrón tiene su propia órbita y que la emisión de energía o luz se produce únicamente cuando un electrón pasa de una órbita de mayor energía a otra de energía menor.
Como las teorías de Einstein, el átomo Rutherford-Bohr, que era un sistema fácilmente comprensible, tuvo un impacto social extraordinario. Pero fue un impacto de nuevo inquietante y perturbador, en la medida en que también erosionaba la seguridad que el hombre pudiera tener en su percepción de la realidad física. Porque el átomo, la unidad más pequeña de la materia, que durante siglos apareció como indivisible, resultaba ser una entidad divisible y compuesta de múltiples y distintas partículas (Rutherford mismo descubrió el protón en 1919); y la materia parecía no ser otra cosa que mera energía. Cuando poco después, en 1926, otro físico, el alemán Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los principales exponentes de la mecánica cuántica u ondulatoria, formuló lo que llamó principio de indeterminación (o de incertidumbre) -que se refería a la imposibilidad de medir con precisión la posición y momento de una partícula- dio con la expresión esperada. Porque, por más que Einstein dijera que Dios "no juega a los dados" y creyera, por tanto, que el Universo es un conjunto determinado y ordenado, lo que pareció extenderse, vista la discusión que las tesis de Heisenberg suscitaron entre científicos y filósofos, era la idea de que el Universo se regía por la incertidumbre y la probabilidad. El grito de Munch -o la inquietante y enigmática pintura metafísica de De Chirico, a la que habrá ocasión de referirse- parecían pues plenamente justificadas: eran como metáforas, conscientes o no, del miedo y de la perplejidad que el hombre experimentaba ante un mundo que, hasta en su realidad física, se le había vuelto incierto, inseguro e incomprensible.